Mi nombre es Marcela. Hace cinco años, mi hijo Juan de 23 años intentó suicidarse. Se disparó en la frente e inmediatamente después en la sien derecha. Lo encontré inconsciente en el baño. Tuvo varias cirugías, prótesis, tratamientos, etc. Increíblemente se salvó. Pero esos proyectiles siguen en su cabeza. Fue un quiebre en la vida familiar. Nunca advertí nada que pudiese alertarme sobre esa sombra que estaba agazapada . Busqué ayuda en psicólogos, pero no encontré en ellos lo que yo necesitaba para comprender, aceptar y ayudar. El tiempo y mi búsqueda en lecturas hizo una buena labor. Pero ha sido un camino difícil de transitar
Nuestra vida familiar antes de ese quiebre inesperado, shockeante...brutal, era la común de una familia cuyos integrantes trabajan, estudian, que se reúnen diariamente en el desayuno, almuerzo y cena. Y en el clásico asado de los domingos. Mi hijo en particular estudiaba en la facultad con un muy buen desempeño, realizando pasantías para su facultad, con muchos amigos, una novia y grupos de fútbol. Repasando una y otra vez por dónde asomaba un alerta, un indicio pequeño de lo que luego sucedería, no lo encontré ni lo encuentro. Solo sé que una chispa, que fue la ruptura sentimental de él con su novia, derivó en su decisión cargada de tanto dolor. Estoy convencida que en él no hubo irá, bronca o decepción. Se que hubo mucho, mucho dolor. Tanto que escribió una carta, a las apuradas, pues sabía que su padre y yo volveríamos muy pronto. Nos pedía perdón, a nosotros como familia, a sus amigos, y a todos. Acomodó su documento de identidad al lado del papel y su registro de conducir. Pienso en ese momento con tanta angustia, como si viera esa escena. Cuánto dolor puede caber en un ser humano para dispararse una vez, y luego otra…
Siempre se habla de ese "sentido extra" que solemos tener las madres, que para mí proviene de un profundo conocimiento que tenemos de nuestros hijos. Y así fue. Mi esposo y yo volvíamos a casa, cómo dije antes. Vi la luz del baño encendida y me llamó la atención no escuchar música o a él cantando, cómo era su costumbre. Sabía que algo estaba mal. Golpeé la puerta y al no obtener respuesta, entré. Estaba allí, bajo la ducha, en el piso, helado, arrodillado. Cuento éstos detalles porque si alguien me los hubiera contado antes, me hubiera ayudado a reaccionar con inmediatez.
Mi hijo estaba inconsciente en la ducha, mojado, sin respondernos y no entendíamos qué le pasaba. No había sangre, sólo un punto oscuro en la frente, como si fuera el rastro de una quemadura dejada por un cigarrillo. Llamé al 911 mientras mi esposo trataba de sacarlo de la ducha y arroparlo. Cuando llegó la ambulancia la médica comenzó a revisarlo, tomarle la presión, auscultarlo y hacernos las preguntas correspondientes: si era adicto, si tomaba medicamentos, etc. Hasta que, muchos minutos después, vio esa mancha oscura en la frente y nos dijo que eso era un balazo. Ahí, en ese momento empiezo un túnel envolvente donde yo sentía que todo eso que estaba ocurriendo no era, que no podía ser verdad. Todo era urgente, los minutos corrían cómo lo hacía la ambulancia en esa madrugada, mientras mi hijo, atrás se nos iba.
Por un lado, yo acompañé a mi hijo al hospital, y mi esposo quedó con la policía en casa buscando detalles de un posible agresor y encontró la carta donde se despedía. Cuando me dijeron en el hospital que las pruebas de pólvora en sus manos dieron positivo, realmente no lo traduje a la palabra "suicidio", y no lo aceptaría hasta varios días después. Cómo dije, todo a mi alrededor era como un túnel o una burbuja, dónde escuchaba mis pensamientos: ¿qué es esto?, ¿qué pasa?, ¿qué pasó?... Mientras tanto firmaba los papeles de autorización para una neurocirugía de urgencia, rogando a Dios que no sea verdad, que no podía ser verdad.
Los resultados de la cirugía fueron peores. Encontraron un segundo disparo. Y esa noticia no daba lugar a la esperanza. Sólo restaba mantenerlo con vida, lo que aguantara a sus jóvenes 23 años. Mi Fe chocaba con ese dictamen médico, no había forma de apuntalar un pronóstico positivo. Era construir una esperanza raquítica segundo a segundo. Y había que estar en pie, ahí, día tras día, rogando un imposible, una posibilidad de vida como sea a cualquier precio. Día tras día…
Cada día era una jornada más que se ganaba, y siempre estaban las complicaciones. Había fiebre y eso significaba infección, posiblemente de esos dos proyectiles que permanecían y permanecerán por siempre en el cerebro de mi hijo. En total fueron 14 días de terapia intensiva. Días dónde la esperanza brillaba, y de los otros que nos dejaban en el medio de la nada. Avanzado el tiempo, los médicos nos advirtieron de las secuelas que eran esperables: falta de movimientos en el lado izquierdo del cuerpo, problemas en el habla, memoria, y tantos etcéteras, todos igualmente horribles.
Un domingo, exactamente dos semanas después, bajaron la sedación y despertó. Antes de eso la psiquiatra (mi esposo y yo solicitamos asistencia del equipo de psiquiatría para que nos ayude) me preparó antes de entrar a verlo despierto. Me dijo que no debería llorar, ni hacer reproches, ni preguntar sobre su decisión. Debería responder las preguntas que él me haga, estar con buena predisposición, acercarle su música favorita si él lo pidiera. Y todo fue así.
Días después le dieron el alta, con innumerables precauciones. La psiquiatra nos dijo que quien intenta suicidarse, cuando no lo consigue, tiene dos actitudes posibles: o de ira por no haberlo conseguido o de arrepentimiento. No supimos cual era la suya hasta unos días después cuando, espontáneamente, mi hijo me miró y me expresó su total arrepentimiento. Dijo que hubiese querido que jamás sucediera. Fue un alivio enorme. Era como si recién ahí hubiera amanecido y mi burbuja o túnel desaparecieran. Fueron cuatro años de sinsabores con tres cirugías más porque hubo que colocar una prótesis que protegería la cuarta parte de su cabeza dónde ya no estaba el hueso. Hubo una infección y otra cirugía para extraer la prótesis, y otra más para colocar otra prótesis. Más un tratamiento prolongado de dosis intravenosas de antibióticos y luego más antibióticos.
De todas las secuelas posibles no quedó NINGUNA, absolutamente nada. Retomó sus estudios universitarios, trabaja y tiene una vida social muy activa. Estuvo bajo tratamiento psiquiátrico y con psicólogo más de un año. Fue un proceso muy lento para todos. Después del período más crítico de sus cuidados, asistí yo también a terapia psicológica durante un tiempo. En verdad me fortalecí, pero lo que necesitaba en ese momento era conectarme con gente que atravesará circunstancias similares a las mías. Hace cinco años de lo ocurrido. Mi vida nunca volvió a ser la misma del mismo modo. Cambió, obviamente, pero no para peor. Es otra. Los miedos fueron disminuyendo, no se fueron, pero cuando vienen veo su ropaje, los conozco y me veo frente a ellos con más fuerza.
Yo era de las que asociaba la palabra “suicidio” a otros, ni siquiera lo pensaba y mucho menos que pudiera entrar a mi casa. Me costó aceptarlo.
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