Un día de 1995, pasado el mediodía, el sol enorme de ese otoño se oscureció, y el frío me cubrió hasta el alma por muchos años. En casa mirábamos a Nico por TELEFE mientras mi madre en la otra habitación tendía las camas. Un hombre que fue compañero de mi padre en la comisaría cuando él trabajaba en el pueblo se acercó a decirle a mi madre que mi padre estaba en el hospital y que la hacía llamar. No supe qué pensar. Nunca antes había visto que mi padre ,que ya no vivía con nosotras, haya requerido atención médica. Lo más que lo había visto requerir eran algunas pastillas para mejorar algún resfrío o una crema por haberse quemado con el sol.
Mi madre se cambió de ropa y fue al hospital. No había pasado media hora cuando llegó una de las hermanas de mi madre llorando a gritos, diciendo que mi padre había muerto. Me dijo que armara el bolso, que nos íbamos. Yo buscaba sin saber que buscaba entre las ropas, mientras pensaba "no es cierto, seguro se equivocó, por qué viene a decir semejante cosa". Escuchaba y no podía entender qué sucedía.
Mi cabeza era un caos, temblaba y una mano invisible aprisionaba mi corazón tanto que me costaba respirar...Más tarde viajé con otras de mis tías. Cuando llegamos a la sala velatoria, salió a recibirme uno de mis tíos, hermano de mi papá. Me abrazó, temblaba como una hoja, lloraba como un niño perdido.
Llegué a verlo en el cajón. No era mi padre, no podía reconocer a ese hombre, a ese cuerpo tieso y pálido que tenía vendada la cabeza. Mi padre, el que yo recordaba, tenía tanta vida, siempre con una enorme sonrisa, una mirada dulce y luminosa. Todo el tiempo espere que ingresara por alguna puerta a aclarar esa farsa. No llegó.
Mi padre vivía con una pareja, cuentan que discutieron y que él decidió quitarse la vida con su arma reglamentaria ya que era policía.
Sobre su muerte solo se hablaba despacio, murmurando entre dientes. Nosotros, sus hijos, no sabíamos y no podíamos hablar del tema. De alguna manera estaba prohibido pronunciar la palabra suicidio en voz alta o preguntar sobre el tema. Yo era la mayor de sus hijas cuando se suicidó. Tenía tan solo 14 años de edad y me llevó 14 años más tramitar su muerte. En ese lapso pensé que estaba loca por mi recurrencia a la tristeza profunda o mis pensamientos de muerte, hasta creía verlo en otros uniformados que de lejos se le parecían.
En algún momento fui a un psicólogo famoso en mi pueblo porque en aquellos años era el único. Recuerdo que le contaba que no sabía que estudiar porque en casa no había dinero, y que ingresar a la policía era lo más rápido para solucionar lo económico pero tenía miedo de terminar como mi padre, con una bala en la cabeza. Ese profesional no supo escuchar lo que le decía, ni tratar lo que me angustiaba. Me alentaba a ingresar a la policía ya que, según él, yo era una enana que en hombros de esa institución gigante iba a lograr lo que quería. No pudo ayudarme.
Pasaron muchos años para que en otra ciudad encontrara a quien fue mi psicóloga por cuatros años. Acudí a ella por pesadillas y miedos nocturnos. Terminamos hablando de mi padre a quien no había enterrado ni llorado como debía. Por fin pude responder cuando me preguntaban sobre cómo había muerto, ya sin un nudo en la garganta, sin decir con voz robótica "ataque cardiaco”, “paro cardiorrespiratorio" u otra cosa similar. Pude, con mi psicóloga, llorar, hablar todo lo que necesitaba, asumir que se suicidó y que ello no era ni condena ni maldición para que sucediera un nuevo suicidio en la familia.
Antes de conocer a la psicóloga que pudo ayudarme conocí varios profesionales. En mi familia fue motivo de chiste que haya recorrido tantos. Pero esa psicóloga me escuchó, me acompañó en el proceso de duelo, validó mis emociones, mis tristezas, mi enojo y mi desesperanza, como parte del mismo proceso de duelo, sin patologizar mis vivencias. Tuvo paciencia y me enseñó con ello a respetar mis tiempos, que no era un camino rápido y directo, que estaba bien si un día no podía avanzar o regresaba muchos casilleros atrás. Buscamos juntas estrategias en las temporadas que la angustia no me permitía hablar. Para poder trabajarlos en terapia, recurrió a escribir mis sueños, llevando fragmentos de libros o películas. También me ayudó a identificar lo que me salvaba la vida, como mi gusto por la lectura de libros o los amigos que pude hacer.
Actualmente me siento bien, a veces sigo extrañando y deseando estar, aunque sea unos minutos, con mi papá. Se terminaron las pesadillas que tenía con él, los pensamientos intrusivos fueron desapareciendo, no se extinguieron pero son más fáciles de identificar. Elegí estudiar psicología. Me queda rendir los exámenes finales de tres materias para recibirme.
En estos momentos no estoy trabajando. Fui mesera, niñera, cuidadora de adultos mayores, vendedora de ropa y ama de casa. No quise ser policía. Sigo temiendo a las armas de fuego.
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