Cuando hablamos de prevención del suicidio solemos referirnos con especial énfasis al suicidio adolescente o juvenil. Esto no es casual, la adolescencia y la primera juventud suelen ser etapas muy conflictivas por lo que el riesgo de suicidio a estas edades se ve incrementado. Además, como adultos, nos sentimos responsables del cuidado de nuestros menores. Estos dos criterios, prevalencia y responsabilidad de cuidado, se podrían aplicar también a la tercera edad. Sin embargo, se habla mucho menos del suicidio en la vejez.
Las tasas de suicidio a partir de los 65 años superan incluso a las tasas de suicidio de adolescentes y jóvenes, si a esto le sumamos una población de adultos mayores en crecimiento, la cantidad de muertes a causa de suicidio en la tercera edad pronto podría superar en número a las ocurridas en la adolescencia y la primera juventud.
La otra cuestión es nuestra responsabilidad de cuidado. Insistimos en que el suicidio es un fenómeno más social y comunitario que individual. Esto es especialmente cierto para la tercera edad. Podríamos preguntarnos por qué esos adultos mayores, que supieron sobrevivir a todas las vicisitudes que seguramente tuvieron que transitar durante sus vidas, en un momento en el que deberían disfrutar del cuidado de la sociedad y de sus seres queridos, en vez de hacerlo, realizan un intento de suicidio muchas veces fatal. Los achaques y las enfermedades propias de la edad podrían explicar en parte que así sea, pero la variación en las tasas de suicidios de adultos mayores registradas en diferentes países nos hacen pensar que hay factores de riesgo más importantes que tienen que ver con las relaciones sociales.
En particular, en nuestro país mueren cada año a causa de suicidio más de 11 adultos de entre 65 y 75 años por cada 100.000 habitantes, una cifra similar a la registrada en jóvenes de entre 15 y 24 años. Las cifras siguen creciendo con la edad llegando a casi 16 muertes anuales a causa de suicidio para adultos mayores de 85 años.
Sabemos también que nuestros adultos mayores son víctimas de maltrato a diversos niveles. Muchos son obligados a vivir en condiciones de pobreza o indigencia, sin el adecuado acceso a los sistemas de salud pública que necesitan y en muchos casos mal alimentados o viviendo en condiciones insalubres. Las ayudas a las que deberían tener fácil acceso se alejan debido a trabas burocráticas y a las largas esperas a las que son sometidos. Además de este maltrato institucional, muchos reciben maltratos cotidianos también por parte de sus familiares, o directamente son abandonados y condenados a vidas solitarias. No podemos dejar de relacionar todo este maltrato institucional y familiar con las elevadas tasas de suicidio en la tercera edad. Es necesario tomar consciencia de este problema y asumir nuestra responsabilidad también en el cuidado de nuestros adultos mayores.
Un gesto amable, una palabra afectuosa o tan sólo una mirada, pueden cambiar el día de un adulto mayor. Necesitan, como todos nosotros, sentirse acompañados, escuchados, tenidos en cuenta. Sentir que aún son parte de esta sociedad que parece querer excluirlos.
Hacer un lugar para los adultos mayores en nuestras vidas nos enriquece a todos y nos aporta el contacto social que todos necesitamos para encontrarle sentido a nuestras vidas.
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