top of page
Foto del escritorAutor Anónimo

Las secuelas de un suicidio en la familia


Las secuelas de un suicidio en la familia

Hoy tengo 60 años y ya hace mucho tiempo que la palabra “suicidio” apareció en mi vida. Hablaré solo de la parte que a mí me tocó, pero, como podrán imaginar, mis tres hermanos y mis padres vivieron sus propios dramas. Tal vez muchas personas más.


Desde que era muy chico (calculo que tendría seis o siete años) escuché a mi madre hacer comentarios sobre sus planes suicidas. La escena que recuerdo transcurría en la cocina de mi casa. Cuando yo me despertaba mi mamá ya estaba levantada desde hacía rato y había olor a café. Mi mamá fue una mujer buena y estoy seguro de que me quería mucho a mi y a mis hermanos, aunque le costaba expresar afecto. Servirme el desayuno era su forma de decirme que me quería y así lo entendía yo. El olor a café con leche aún evoca en mí ese recuerdo tan dulce de sentirme querido, aunque contaminado con la idea de muerte. Ese era su momento preferido para confesar sus planes suicidas, algunas veces entre lágrimas y otras con un gesto inexpresivo que aún recuerdo.


Aclaro para quienes vean en esta escena repetida algo terrible, que no lo era para mi. Supongo que los chicos de algún modo se adaptan. Los llantos, las quejas y los planes suicidas explícitos que escuchaba de mi mamá eran para mí como el sonido del tren para quien vive cerca de una vía. Nunca, en ningún momento, pensé que pudiera concretar sus planes. Tampoco me dí cuenta de que cada vez incluía más detalles. Esta situación se mantuvo durante décadas. Incluso había puesto una fecha aproximada para su suicidio: primero quería ver a todos sus hijos casados.


El tiempo pasó, mis hermanos y yo fuimos creciendo y nos fuimos casando. Yo también me casé, me recibí de ingeniero y me fui a vivir a otra provincia. La última vez que vi a mi madre con vida fue poco después del casamiento de mi hermana. Se quejaba, como siempre, de sus dolores y de su depresión. Por ambos problemas estaba bajo tratamiento médico. Me volvió a contar sus planes de suicidio. Esta vez con más claridad que nunca: “Ya no me necesitan. Me voy a matar” Tampoco le creí. Traté de tranquilizarla con alguna frase hecha que no recuerdo y al día siguiente viajé a la provincia donde vivía. A los pocos días volví a viajar a Buenos Aires para su funeral.


Nunca me gustaron los velorios, pero, a los 27 años, en el funeral de mi madre, comprendí que es un tiempo necesario para pensar. Pensé mucho sobre la muerte de mi mamá, aún sigo pensando después de 33 años. Al principio me preguntaba por qué. Ella argumentó sus motivos: el destierro, sus problemas conyugales, los problemas con la familia de mi papá, sus dolores reumáticos, etc. Nunca me parecieron suficientes. Otras personas tienen esos problemas y no se suicidan. Pensé que podría ser consecuencia de su depresión, pero muchísimas personas deprimidas no se suicidan; ¿por qué lo hizo mi mamá? Con el tiempo esta duda se transformó en culpa. ¿Por qué nunca la escuché? ¿Por qué no tomé en cuenta sus advertencias? Si hubiera hecho esto o aquello… si no hubiera hecho lo otro…


Esos pensamientos me perseguían día y noche, dejé de dormir bien y comencé a pensar que yo mismo merecía morir por haber dejado morir a mi madre. No como un pensamiento voluntario, sino como algo que venía de afuera y se metía en mi cabeza. Especialmente cuando me angustiaba por cualquier problema personal los pensamientos suicidas invasivos regresaban. Llegué a pensar que estaba loco, con la misma locura perversa que llevó a mi madre a la muerte. Tal vez algo hereditario. Creo que lo único que me frenó para que no llegara a pensar más seriamente en el suicidio, fue mi hija. Ya sabía lo que el

suicidio de los padres puede provocar y no quería dejarle esa mochila a ella.


Fui a terapia con varios profesionales pero no veía progreso. Finalmente un terapeuta que me alentó a escribir cuentos de ficción basados en mis sueños me ayudó a dar el primer paso. Luego otros terapeutas también pudieron ayudarme. La palabra cura, solo es cuestión de animarse. El siguiente paso fue integrarme a grupos de ayuda mutua sobre duelo por suicidio y sobre pensamiento suicida. Cuando sentí que ya tenía mis fantasmas a raya me animé a inscribirme en un programa de voluntariado para brindar asistencia telefónica a personas con pensamientos suicidas. Trabajé como asistente en esa asociación durante varios años y eso fue realmente reparador.


Si pudiera volver el tiempo atrás, a esa noche en que ya tarde mi mamá me dijo: “Me voy a matar”, me sentaría a su lado, le tomaría la mano y le pediría que me cuente lo que le estaba pasando, luego la abrazaría y le diría “tranquila, lo vamos a arreglar”. Pero el tiempo no vuelve atrás. Aún así, desde la línea de asistencia, tuve la oportunidad de brindar escucha y contención a cientos de personas con pensamientos suicidas y estoy agradecido por ello. En cada uno de los consultantes de la línea veía a mi madre y sentía que la vida me devolvía la oportunidad de reparar lo que antes no supe hacer.


Ya no pienso en el suicidio. Estoy orgulloso del camino que pude recorrer en estos treinta y tres años desde la muerte de mi madre, agradecido por la vida que me toca vivir y comprometido con esta causa de cuidarnos unos a otros defendiendo la vida que, en definitiva, es lo más valioso que tenemos.

 




468 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Comments


bottom of page