Casi nadie piensa que una de las personas a las que quiere mucho podría llegar a morir a causa de suicidio, a menos que haya señales muy claras. Muchas veces, incluso con señales claras, la familiaridad y la negación hacen que no podamos percibir el peligro. Por eso, cuando un ser querido muere a causa de suicidio nos sorprende, no podemos asimilarlo, no podemos creerlo. Pero esta falsa sensación de seguridad cambia completamente respecto al resto de nuestros seres queridos. El razonamiento básico detrás de este cambio de perspectiva es el siguiente: Si él o ella lo hicieron sin que pudiéramos advertir nada, por qué no podría hacerlo alguien más.
Este temor al suicidio de otro de nuestros seres queridos puede incluso incluirnos a nosotros mismos. La aflicción que produce la pérdida de una persona querida a causa de suicidio es tan profunda que en muchos casos produce fantasías de muerte entre los sobrevivientes. Además, debemos decir que estos temores nunca son del todo infundados. Las estadísticas muestran que, efectivamente, la tasa de suicidios es mayor para familiares y amigos de personas fallecidas a causa de suicidio. El problema básico en todo esto es que el miedo, por sí solo, no ayuda a reducir este riesgo.
El suicidio de un ser querido, inevitablemente, nos cambia. Quienes pasamos por esa experiencia sentimos que nos volvemos más atentos a las emociones de otros, más sensibles y más contenedores. Aprovechar todos estos cambios en el cuidado de los seres queridos que nos quedan es lo que realmente sirve como prevención. Ocuparse, no preocuparse. Y en este “ocuparse” de los sentimientos del otro muchos descubrimos que se disipan nuestros miedos al tiempo que mejoran nuestras relaciones.
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