Los dichos populares suelen encerrar la gran sabiduría del sentido común. ¿Y qué significa “sentido común”? Es algo que tiene sentido, que es sensato, que tiene un profundo significado y que es “común”. Por “común” podemos entender algo cotidiano, simple, y también que nos es común, o sea, que nos pertenece a todos. Sin embargo, no deja de ser algo que “conocemos” con nuestra mente pero no necesariamente lo aplicamos en nuestra experiencia.
Nuestra educación nos ha llenado de “máximas” para guiar nuestra conducta. Las conocemos a todas, están impresas en nuestra cultura, pero…¿logramos “hacerlas carne”? ¿logramos “sentirlas” honestamente? Por ejemplo, sabemos que no debemos desear la mujer del prójimo, y por extensión a ninguna cosa que sea del prójimo. Es la prohibición de la envidia. Sin embargo, cuántas veces nos comparamos con los otros y sentimos que aquel tiene más suerte que yo, o es más atractivo/a, más alto/a, más simpático/a, posee cualidades que yo no tengo. Y nos decimos a nosotros mismos que eso no es envidia, es humildad. Porque también nos educaron en la humildad. En el fondo, se trata de desear lo que el otro tiene. ¿Por qué? Porque no apreciamos lo que sí tenemos. No valoramos nuestra forma de ser, nuestras propias cualidades. No nos aceptamos tal como somos, reconociendo nuestras sombras como parte de la perfección con que fuimos creados.
Como nos sentimos insatisfechos con nosotros mismos, buscamos que los otros nos tranquilicen y nos aseguren que somos lindos/, buenos/as, altos/as y delegados/as.
Cuando nos halagan nos sentimos muy bien, es una caricia a nuestro ego…pero solo una caricia consoladora, se evapora enseguida esa sensación de bienestar. Y, por otro lado, nos genera una dependencia de esa apreciación ajena e igual que en la dependencia a las drogas, la necesitamos cada vez más y más seguido.
Y como toda dependencia de algo exterior a nosotros, también surge la necesidad de controlar eso que nos hace falta. En definitiva, es el afán de controlar a aquellos que nos halagan…para que lo sigan haciendo. Lo cual es muy frustrante por imposible. No tenemos ningún control sobre los demás ni sobre sus sentimientos hacia nosotros.
Muchas veces recurrimos a otra enseñanza de nuestra cultura que nos dice: “trata al prójimo como deseas ser tratado”. Y llenamos de atenciones y halagos a quien tenemos más cerca (muchas veces a nuestra pareja) porque deseamos recibir lo mismo de ellos. Y nos preguntamos: “¿Por qué no es cariñoso/a conmigo si yo lo/a lleno de atenciones?” “¿Por qué me maltrata si yo le brindo todo mi amor?” Y creemos erróneamente que para lograr lo que queremos recibir debemos aumentar nuestra generosidad (eso de “poner la otra mejilla” no?). Y damos más amor, más cuidado y atenciones, nos sacrificamos más por el otro, resignando nuestra comodidad, nuestros gustos, nuestro espacio, en la esperanza de recibir aquello que damos. Pero no, tampoco lo logramos.
Esta imperiosa necesidad de obtener peras del olmo crece en nosotros porque no nos damos cuenta de que SOMOS ese peral, lleno de frutos perfectos que podrían satisfacernos completamente. ¿Qué es egoísmo?, nos susurra nuestra vocecita moralista. Veamos:
¿No es egoísta querer controlar a otras personas para lograr que nos aprecien?¿Presionarlos para que nos amen como los amamos nosotros? ¿Esperar que el otro sea tan generoso y cariñoso como nos gustaría solo porque yo lo soy? ¿Y si no puede? ¿Si no está en su naturaleza? ¿Si ese otro es una persona limitada, amargada, negativa, hasta tóxica tal vez, y no cuenta entre sus cualidades con la capacidad de dar cariño o aunque sea de ser amable?
¿No es más respetuoso dejarlo ser a su aire, librarlo de nuestras expectativas?
Solo desde la abundancia de nuestros frutos podremos dar al otro sin esperar nada a cambio, sin necesitar la devolución y recibiremos con gratitud aquello que cada uno sea capaz de darnos.
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Muy buena nota! Gracias por escribir sobre estos temas. Me gustó mucho y la voy a compartir a otras personas que creo también les gustará. Saludos!!