Cuando murió mi madre a causa de suicidio, hace ya 33 años, sentí muchas cosas, pero los sentimientos más persistentes fueron la culpa y la vergüenza. Entre mis otros familiares debe haber pasado lo mismo, de hecho, no se volvió a hablar del tema. Hubo un pacto tácito de silencio muy conveniente, o al menos cómodo. Así nadie se tendría que enfrentar a esas frases que comienzan con “si hubieras hecho” o “si no hubieras hecho” que yo mismo me repetía a diario en mi cabeza pero que no hubiera soportado dichas por otro. Así pasaron los años. La vida dejó de tener ese brillo, esa inocencia de aquel otro mundo en que el suicidio no existía, o era cosa de otros, siempre de alguien más, seguramente con problemas terribles, no como nosotros que teníamos nuestras cosas pero las resolvíamos en casa. El suicidio de mamá nos golpeó como una bofetada en el medio de la cara. De algún modo nos dijo “despierten, por ahí no va la vida”, pero decidimos ignorarlo, al menos yo lo decidí. También elegí el silencio hacia afuera. Era joven, quería progresar, quería que los demás me vean como alguien normal, confiable, no como ese loco, o peor, como ese insensible que no supo cuidar a su madre o que tal vez la empujó al suicidio. El silencio hacia afuera fue más estricto, más duro, nadie se tenía que enterar, nada de terapia, nada de andar contando por ahí, dándoles de qué hablar a la gente. Ni siquiera pensarlo. Ese fue el peor de los silencios: “Ni siquiera pensarlo”. Hice de cuenta que no había pasado, seguí con mi vida, con mi profesión, con mi familia. Lo que hubiera sucedido quedó atrás.
Debo reconocer que con este método llegué a un equilibrio funcional. Las cosas iban bien y mi cabeza recuperó cierta calma, hasta que, diez años después de la muerte de mi madre a causa de suicidio, todos esos pensamientos y sentimientos reprimidos se amontonaron. La culpa comenzó a castigarme como nunca antes, al punto en que yo también comencé a tener pensamientos suicidas y otros síntomas que nunca hubiera imaginado. Recién entonces, forzado por los hechos, me animé a pedir ayuda y a hacer terapia. También encontré en la web un grupo donde se podía hablar sobre el pensamiento suicida y otro en el que se reunían personas que perdieron seres queridos a causa de suicidio. Descubrí que no estaba solo, que esto que me pasó a mi no me pasó “solo” a mí, que le pasa a miles de personas cada año solo en Argentina.
Cuando estuve medianamente recuperado sentí la necesidad de ayudar a otras personas con pensamientos suicidas. Me inscribí como voluntario en una asociación civil para la prevención del suicidio donde aprendí a escuchar y el poder de la escucha activa para prevenir el suicidio, pero aún no me animaba a hablar sobre mi propia historia, temía que no me consideraran apto para ayudar a otros, lo que en parte estaba justificado porque escuché señales de desconfianza hacia compañeros que sí habían hablado de sus pensamientos suicidas o de la pérdida de un ser querido a causa de suicidio. Muchas veces se los hacía a un lado con frases aparentemente piadosas como “aún no está preparado”. Luego entendí que esa reacción falsamente compasiva de muchas personas es la otra parte del pacto de silencio. Aquella que de algún modo sutil castiga a quienes se animan a hablar. Aquella que nos dice "no queremos saber" porque mientras no sepamos podremos conservar la fantasía de que a nosotros no nos va a pasar.
De todas estas experiencias, y de experiencias parecidas de mis compañeros, surgió la idea de Hablemos de Suicidio, un espacio donde pudiéramos hablar libremente de lo que nos pasa y lo que sentimos en relación al suicidio o al duelo por suicidio sin miedo a ser juzgados.
Sé que aún falta mucho camino por recorrer, y que es importante que demos cada paso, porque mientras nos sigamos refugiando en la comodidad del silencio más personas seguirán muriendo a causa de suicidio. Los que hemos tenido pensamientos suicidas y los que hemos perdido un ser querido a causa de suicidio tenemos una mayor responsabilidad. Nuestra experiencia es valiosa. Tiene el poder de cambiar otras vidas. Debemos ser generosos, compartir nuestro dolor y nuestras esperanzas para que más personas se animen a hablar y a buscar ayuda.
Este 16 de noviembre, día del sobreviviente a la muerte de un ser querido a causa de suicidio, quiero pedirle a todos los sobrevivientes que dejen de lado la culpa y la vergüenza, que se animen a compartir sus testimonios. Porque deberían sentirse orgullosos del camino recorrido y porque su experiencia puede servir de inspiración a otros.
Para empezar pueden hacerlo en nuestro blog, o en nuestra próxima charla abierta que dedicaremos a compartir testimonios de supervivientes a la muerte de un ser querido a causa de suicidio.
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