Un sábado de diciembre de 2019 por la tarde, recibí una llamada diciendo "Ignacio se suicidó"
Ese día había escuchado su voz, hicimos planes para cenar juntos más tarde, y esta noticia paralizó mi mundo. Mi hijo puso fin a su vida. ¿Qué faltó? ¿Qué sobró? La culpa me hundió en un duelo doloroso que creía imposible de superar. No digo que ya lo haya logrado, pero dos años después mi llanto ya no me sepulta, puedo respirar.
Los primeros meses fueron los más terribles y angustiosos: no quería ayuda, me negaba a cualquier tipo de tratamiento o atención, solo quería a mi hijo a mi lado. Me llené de rabia, impotencia, egoísmo, soledad y aislamiento. Mis hijas y esposo me cubrían con amor, ellos también sufrían pero a mi no me importaba. No quería morir, tampoco vivir, estaba muy mal.
Ignacio tenía 28 años, estaba casado y era padre de un hijo. Había quedado sin trabajo formal, pero iniciamos un emprendimiento familiar con el que nos iba muy bien. Recuerdo haber tenido ideas de venganza porque mi hijo había descubierto la infidelidad de su esposa. De ahí en más todos los esfuerzos que hicimos no alcanzaron. Jamás imaginamos que cometería tal acto, y fue eso justamente lo que me hizo sentir tan culpable.
Soy pastora evangélica. Un día una mamá me pidió ayuda. Su hijo había fallecido también por suicidio. ¿Ayudar? ¿Cómo podría? Hablé con ella. Estaba tan enojada con su hijo que comenzamos a hablar mucho y llorar, sentíamos que podíamos tratar el tema mil veces sin cansarnos. Nos pusimos de acuerdo en aceptar ayuda. Así se inició el camino de la recuperación. Empezamos a escribirnos, o a hablar a diario, buscamos ayuda profesional y, sobre todo, pude volver a la fuente de mi vida, a Dios.
A raíz de la muerte de mi hijo estudié suicidología y actualmente trabajo con diferentes grupos asistiendo a familias que atraviesan esta dolorosa problemática. Conocer más sobre el tema del suicidio y servir a otros me ayudó a salir de la cápsula del egocentrismo y dar sentido a lo que no lo tiene. Trabajo con otras familias, y esas familias trabajan conmigo.
La escucha activa fue determinante. Mi esposo y mis hijas me han rodeado de cuidados, silencio y paciencia, ellos son la razón de mi alegría en medio del dolor. Sin embargo, muchas veces nos pasa que a nuestro alrededor se cansan de vernos llorar, o hablar de nuestra persona amada. Cuando la escucha es con interés, no importa si no tienen nada para decirnos, sabemos que oyen lo que decimos, que toman el peso de nuestro dolor, que el silencio no es un cumplido sino una gran consideración.
Vivir es la opción. Y sobrevivir a una muerte por suicidio es mi elección, hoy comprendo que se puede morir de muchas maneras y mi modo era una. Sobrevivir es elegir estar vivos en medio de tanto dolor, es llorar sin hundirse, es avanzar cuando no se tiene claro a donde ir.
Sobrevivir es sonreír y reír sin olvidar. Sobrevivir es saber que no se deja atrás a quien ya ha llegado a su destino, el cielo.
No puedo justificar la decisión de nuestro hijo, pero puedo comprender que yo no debo ir por ese camino, que hay recursos para enfrentar las agobiantes situaciones que nos rodean, solo debemos tomarnos de ellas.
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